Se
acabó la liga de fútbol de primera división.
Seguramente,
el momento más recordado de la misma será el pasillo del Barcelona al Real
Madrid tras alzarse este último con el campeonato; o puede que los
aficionados se queden con los instantes siguientes a la consumación del
descenso del Zaragoza.
Sin
embargo, yo siempre me quedaré con el minuto de silencio en San Mamés en
memoria de Isaías Carrasco, el primero que se ha guardado en dicho estadio por
una víctima de ETA. Tal minuto, por los silbidos de algunos, se quedó en ocho
segundos; pero a mí me reconfortaron.
El
deporte en general (y ciertos clubes y deportistas en particular) me
parece tan sumamente grande en su esencia que no concibo que pueda
desentenderse de la realidad circundante. Comentarios como "no hay
que mezclar deporte y política" me resultan carentes de todo sentido. La
política es el intento de los seres humanos por vivir en sociedad de la forma
más humana posible; y, teniendo en cuenta que el deporte no puede ser otra cosa
que un camino de crecimiento personal y social, está claro que no ha
de quedar al margen de la injusticia.
La
grandeza de las personas y de las instituciones debe medirse por su aportación
al conjunto de la humanidad. Si esa aportación se queda simplemente en
trofeos conquistados, será una pena; porque ya sabemos que el hecho de que la
dichosa pelotita entre o no entre es una cuestión relativa, mientras
que el hecho de que una persona sea asesinada por otra, enterrando
(nunca mejor dicho, tristemente) el derecho a la vida y la libertad de
expresión, no es de importancia relativa, sino un asunto de
máximo interés general y que debe ser condenado sin tapujos. Por supuesto,
también desde el deporte.
Los
niños, que llevarán las riendas de esta sociedad en el futuro, merecen los más
extraordinarios ejemplos de valores, conducta e implicación en la
mejora del mundo. Si el deporte y los deportistas olvidan (olvidamos) esto,
estaremos creando un deporte vacío y, desde luego, infiel a su vocación de
servicio a la dignidad humana.