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sábado, 8 de septiembre de 2007

SOBRE LA SANCIÓN AL ÁRBITRO INGLÉS ROB STYLES



Me ha llegado la noticia de la sanción de una jornada impuesta al colegiado Rob Styles por señalar un penalti inexistente durante el encuentro Liverpool-Chelsea del pasado 19 de agosto. 


Keith Hackett, máxima autoridad de la organización arbitral inglesa, afirmó que "la responsabilidad existe y lo que esperamos es que los árbitros tomen de manera correcta las grandes decisiones". Y añadió: "En esta ocasión fue un error, con lo que Rob no arbitrará el fin de semana que viene". 

Antes de profundizar en el asunto, quiero aclarar que nadie debe comparar este caso con las sanciones impuestas a un jugador por dirigirse irrespetuosamente a un árbitro o por insultarlo, ya que estas conductas no pueden ser calificadas como equivocaciones, sino como faltas de respeto o atentados contra la dignidad humana, los cuales, sobre todo en el deporte, resultan inadmisibles. Por supuesto, si es el árbitro el que insulta al jugador, la sanción debe también existir. 

Los árbitros somos los primeros interesados en tomar decisiones acertadas, pero es inevitable fallar. Somos humanos, no máquinas, y no podemos ver la jugada repetida y ralentizada tantas veces como precisemos. Por muchas sanciones que se nos impongan, seguiremos equivocándonos, y eso lo saben tanto el señor Hackett como cualquier persona que no haya perdido el juicio. Lo que ocurre es que hace falta cortar alguna cabeza de turco antes de que la polémica salpique a quien no debe y, al mismo tiempo, se mantenga y siga produciendo beneficios. ¡Qué vergüenza! 

Por una simple regla de tres, pronto deberían empezar las sanciones a los futbolistas por marcar un gol en propia meta o por fallar una ocasión clarísima, y también se sancionará a un entrenador por alinear a un futbolista que después acaba realizando un partido desastroso o, ya sumergidos en el despropósito, a un presidente por fichar a un jugador que luego rinde por debajo de lo esperado. 

Yo puedo aceptar que un árbitro sea sancionado por un error técnico (cometido por desconocer el reglamento), pero nunca por un error de apreciación. Y lo más lamentable es que la sanción es ejecutada por quien se supone que conoce el arbitraje, sabe lo que se siente arbitrando y está para defender a los árbitros y al arbitraje. 

Formar un escándalo social por un error de apreciación de un árbitro es, a mi juicio, como hacerlo por el hecho de que un día festivo amanezca lluvioso y no podamos salir al campo o a la playa. Esas son cosas que pasan y que tienen que seguir pasando. Y punto. Por muy buenos que sean determinados futbolistas, es absurdo pretender que no vayan a fallar ninguno de sus pases o disparos a portería, y no creo que a nadie se le ocurra sancionarlos por ello. 

Si de verdad queremos acabar con el problema de las quejas por las decisiones arbitrales, lo tenemos muy fácil: eduquemos a los jóvenes en el conocimiento auténtico del arbitraje y de la condición humana. De esa manera, los jóvenes descubrirían que todos los árbitros intentan cumplir con su cometido lo mejor posible, a pesar de lo cual se equivocan. Esto los llevaría, si queremos educarlos en serio, a profundizar en la esencia humana, asimilando que somos valiosos por nuestra dignidad inalienable, pero no somos omnipotentes, por lo que no tenemos más remedio que equivocarnos. 

Si algún niño o niña, a pesar de estas enseñanzas, sigue sin aprender la lección, podemos proceder a la solución definitiva: mandarle arbitrar un partido. Eso, por sí solo, le haría interiorizar definitivamente en su alma lo difícil que es arbitrar y lo limitados que somos los humanos, con lo que ya ni siquiera sería necesario que viera posteriormente en televisión sus decisiones erróneas. 

Parece ser que al señor Hackett también se le ocurrió sancionar a un árbitro asistente por no conceder un gol al Fulham cuando el balón había traspasado la línea de meta rival. ¡Qué pena! O estamos perdiendo el sentido común a pasos agigantados o hemos decidido regodearnos en nuestra propia inmoralidad con tal de mantener el circo de la polémica en el fútbol y sus consiguientes beneficios. Y, por supuesto, la educación, el respeto y el auténtico crecimiento humano nos importan un pimiento.

En vista de las medidas adoptadas por el señor Hackett, quizá me ponga a mejorar mi pobre nivel de inglés, ya que pronto tendrán que recurrir a árbitros extranjeros, y puede que me llamen a mí. Aunque, pensándolo bien, yo le diría al señor Hackett que continuase en su bonito cargo tomando sus mediáticas decisiones mientras yo sigo arbitrando mis partidos de chavales, los cuales no mueven grandes intereses económicos, pero sí me hacen apreciar la grandeza que tienen el arbitraje y el deporte cuando sus valores no son mancillados.

domingo, 2 de septiembre de 2007

SOBRE LOS INSULTOS AL JUGADOR SALVA BALLESTA



Tras el asesinato del concejal socialista en Orio Juan Priede (año 2002, si no recuerdo mal), Alfonso Ussía lamentaba la indiferencia y la incapacidad para condenar el salvaje atentado por parte de los vecinos de la localidad guipuzcoana. Como decía Luther King, más triste que los actos injustos es el silencio de los que aman la justicia. 


Esta jornada de la liga de fútbol, durante la retransmisión del partido Alavés – Málaga, he vuelto a sentirme como Ussía y como Luther King. Un nutrido grupo de aficionados gritaba miserablemente "hijo de puta, Salva Ballesta" y "Salva, muérete", en repetidas ocasiones, sin que los comentaristas de Canal Plus dedicasen ni un solo reproche a tan deleznable comportamiento. 

Estoy triste, profundamente triste. Navegamos a la deriva, hacia el abismo de la nada. Aceptamos sin rechistar la violencia en el deporte (y fuera de él), como si se tratase de algo normal e inevitable. Es más, no se producen las lógicas condenas; ni siquiera quejas. 

Yo, como malagueño, prefería que ganase el Málaga; pero, a decir verdad, cuando uno ve que los principios fundamentales de la deportividad y la convivencia son vilipendiados impunemente, el resultado deja de importar. 

Parece que el espíritu de hermanamiento y de grandeza humana que Antonio Puerta nos ha brindado ha sido olvidado por algunos con suma rapidez. ¡Qué rabia! ¡Qué impotencia! ¡Con lo bonito que sería un deporte que fuese auténticamente deporte! ¡Con los buenos valores que podría (y puede) transmitir cuando no resulta desvirtuado! 

Pocos periódicos (o quizá ninguno) hablarán mañana de los tristes hechos que denuncio en este artículo; pero, si queremos una sociedad y un deporte grandes, la condena de este tipo de comportamientos debería ocupar muchos titulares.