He escuchado a muchos de nuestros políticos decir en
multitud de ocasiones eso de que “hay que dejar trabajar a la justicia”. Yo lo
vería bien si de verdad existiera la justicia. Pero, si las leyes no son
justas, la justicia no tiene cabida.
Los gobernantes saben muy bien cómo legislar en su favor.
Por eso podemos ver penas ridículas cuando se han quedado con fortunas o han
gastado millonadas aprovechando sus posiciones de privilegio, o, en general,
cuando han hecho un uso indebido de los puestos que ocupan.
Para que haya justicia (y para que el pueblo perciba que la
hay), es imprescindible que nuestros legisladores sepan responder al honor que
reciben por nuestra parte. Porque, efectivamente, nuestros representantes han
recibido un inmenso honor, el de ser elegidos para trabajar por el bien común
(no por el suyo propio). Por eso deben legislar de forma que se castigue con
suma dureza el hecho de faltar al honor recibido, de traicionar la confianza
que el pueblo pone en ellos. Las penas para los delitos relacionados con la
corrupción deberían ser tremendas.
Si alguien entra en política, debe ser consciente de la
responsabilidad que ello conlleva, y, si no se ve capacitado moralmente para la
grandeza que supone el servicio a la sociedad, que renuncie o, mejor,
directamente que no entre en política. A nadie se obliga a ocupar un cargo
público.
Que gobiernen solo los mejores. Y el primer requisito para
entrar en ese selecto grupo es la altura moral.